Se revela mas orgullo que fe..

𝗘𝗻 los últimos años se ha vuelto común escuchar entre ministros y creyentes expresiones como: “𝗘𝘀𝗲 𝗝𝘂𝗱𝗮𝘀 𝗲𝗻 𝘁𝘂 𝘃𝗶𝗱𝗮 𝘁𝗲 𝗶𝗺𝗽𝘂𝗹𝘀𝗮𝗿𝗮́ 𝗮 𝘁𝘂 𝗱𝗲𝘀𝘁𝗶𝗻𝗼”, 𝗼 “𝗝𝘂𝗱𝗮𝘀 𝘁𝗲𝗻𝗱𝗿𝗮́ 𝗾𝘂𝗲 𝗮𝗵𝗼𝗿𝗰𝗮𝗿𝘀𝗲 𝘃𝗶𝗲𝗻𝗱𝗼 𝗺𝗶 𝘃𝗶𝗰𝘁𝗼𝗿𝗶𝗮.” Aunque dichas palabras se pronuncien con un tono de triunfo espiritual, a menudo llevan escondido un veneno sutil: un orgullo que celebra la caída del otro más que el carácter formado por Cristo dentro de uno mismo. 𝙎𝙚 𝙪𝙩𝙞𝙡𝙞𝙯𝙖 𝙚𝙡 𝙣𝙤𝙢𝙗𝙧𝙚 𝙙𝙚 𝙅𝙪𝙙𝙖𝙨 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙪𝙣 𝙖𝙥𝙡𝙖𝙪𝙨𝙤 𝙖 𝙡𝙖 𝙥𝙧𝙤𝙥𝙞𝙖 𝙧𝙚𝙨𝙞𝙨𝙩𝙚𝙣𝙘𝙞𝙖, 𝙥𝙚𝙧𝙤 𝙣𝙤 𝙘𝙤𝙢𝙤 𝙪𝙣 𝙚𝙨𝙥𝙚𝙟𝙤 𝙥𝙖𝙧𝙖 𝙚𝙭𝙖𝙢𝙞𝙣𝙖𝙧 𝙚𝙡 𝙘𝙤𝙧𝙖𝙯𝙤́𝙣. La traición es presentada como una excusa para el éxito, no como una oportunidad para manifestar el amor de Cristo.

Pero Jesús jamás habló así.
No se alegró de la caída de Judas.
No celebró su fin.
No utilizó su traición como motivo de orgullo.
Su corazón fue movido no por la victoria sobre Judas, sino por la compasión hacia él.

Judas es, quizás, uno de los personajes más incomprendidos por nuestra generación—no por lo que hizo, sino por la forma en que 𝙅𝙚𝙨𝙪́𝙨 𝙡𝙤 𝙖𝙢𝙤́. Antes de la traición, durante la traición y hasta después de la traición, el amor de Cristo hacia Judas fue constante, tierno, profundo y sorprendentemente intencional. Jesús no se relacionó con Judas con sospecha, ni con distancia, ni con resentimiento. 𝙇𝙤 𝙞𝙣𝙘𝙡𝙪𝙮𝙤́. 𝙇𝙤 𝙖𝙗𝙧𝙖𝙯𝙤́. 𝙇𝙤 𝙚𝙣𝙫𝙞𝙤́. 𝙇𝙤 𝙘𝙪𝙗𝙧𝙞𝙤́. 𝙇𝙚 𝙡𝙖𝙫𝙤́ 𝙡𝙤𝙨 𝙥𝙞𝙚𝙨. 𝙇𝙤 𝙡𝙡𝙖𝙢𝙤́ 𝙖𝙢𝙞𝙜𝙤.

El evangelio nos revela que Cristo sabía lo que Judas estaba a punto de hacer. Sabía el peso de la traición que estaba en camino. Sabía la herida emocional, relacional y espiritual que estaba por enfrentar. Sabía que Judas lo vendería por el costo de un esclavo. Sin embargo, a pesar de ese conocimiento, Cristo no lo expulsó del grupo. No lo aisló. No lo descartó. No lo evitó. No lo denunció públicamente. No lo degradó. Vivió con él tres años como vivió con Pedro, Juan o Andrés. 𝙔 𝙘𝙪𝙖𝙣𝙙𝙤 𝙡𝙡𝙚𝙜𝙤́ 𝙡𝙖 𝙝𝙤𝙧𝙖 𝙛𝙞𝙣𝙖𝙡, 𝙅𝙚𝙨𝙪́𝙨 𝙣𝙤 𝙥𝙚𝙧𝙢𝙞𝙩𝙞𝙤́ 𝙦𝙪𝙚 𝙡𝙖 𝙩𝙧𝙖𝙞𝙘𝙞𝙤́𝙣 𝙙𝙚𝙛𝙞𝙣𝙞𝙚𝙧𝙖 𝙎𝙪 𝙩𝙧𝙖𝙩𝙤 𝙝𝙖𝙘𝙞𝙖 𝙚́𝙡.

¿Qué clase de amor es este?
¿Quién puede amar así?
¿Quién puede ver venir la traición y aún así lavar pies?
¿Quién puede ser herido y, aun así, llamar amigo al que hiere?
Solo Cristo.

Y aquí es donde la Palabra confronta nuestro concepto 𝙙𝙞𝙨𝙩𝙤𝙧𝙨𝙞𝙤𝙣𝙖𝙙𝙤 𝙙𝙚 𝙚𝙨𝙥𝙞𝙧𝙞𝙩𝙪𝙖𝙡𝙞𝙙𝙖𝙙. Muchos creyentes se jactan de haber resistido la traición, pero pocos se preguntan si aman como Cristo en medio de ella. Celebramos haber sobrevivido al Judas en nuestra vida, pero no consideramos si Cristo ha sobrevivido en nuestro corazón mientras caminábamos por el proceso. Olvidamos que Jesús no vino a darnos herramientas para aplastar enemigos, sino para transformarnos en personas capaces de amar a sus agresores con el amor de Dios.

𝗡𝗼𝘀 𝗰𝗿𝗲𝗲𝗺𝗼𝘀 𝗱𝗲𝗺𝗮𝘀𝗶𝗮𝗱𝗼 𝗷𝘂𝘀𝘁𝗼𝘀 𝗽𝗮𝗿𝗮 𝘀𝗲𝗿 𝘁𝗿𝗮𝗶𝗰𝗶𝗼𝗻𝗮𝗱𝗼𝘀, 𝗱𝗲𝗺𝗮𝘀𝗶𝗮𝗱𝗼 𝗲𝘀𝗽𝗶𝗿𝗶𝘁𝘂𝗮𝗹𝗲𝘀 𝗽𝗮𝗿𝗮 𝘀𝗲𝗿 𝗰𝗮𝗹𝘂𝗺𝗻𝗶𝗮𝗱𝗼𝘀, 𝗱𝗲𝗺𝗮𝘀𝗶𝗮𝗱𝗼 𝘂𝗻𝗴𝗶𝗱𝗼𝘀 𝗽𝗮𝗿𝗮 𝘀𝗲𝗿 𝗵𝗲𝗿𝗶𝗱𝗼𝘀. Pero la verdad bíblica es clara:
No merecíamos menos daño, merecíamos más.
No éramos víctimas inocentes, éramos pecadores necesitados. No éramos dignos de amor, y aun así Cristo nos amó. No merecíamos Su misericordia, y Él igual nos la extendió. Hemos traicionado, herido, negado y abandonado a Cristo en diferentes momentos de nuestra historia, y sin embargo, seguimos deseando Su perdón, Su restauración, Su abrazo y Su mesa.

𝗦𝗶 𝗾𝘂𝗲𝗿𝗲𝗺𝗼𝘀 𝘀𝗲𝗿 𝗱𝗶𝘀𝗰𝛊́𝗽𝘂𝗹𝗼𝘀 𝗱𝗲 𝗝𝗲𝘀𝘂́𝘀, 𝗱𝗲𝗯𝗲𝗺𝗼𝘀 𝗮𝗺𝗮𝗿 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝗘́𝗹.
No como amamos a quienes nos aman, sino como amamos a quienes nos hieren.
Y ese amor—ese amor imposible sin el Espíritu Santo—se ve con mayor claridad en Juan 13, cuando Jesús realiza uno de los actos más humildes de toda la Escritura: 𝗹𝗮𝘃𝗮𝗿 𝗹𝗼𝘀 𝗽𝗶𝗲𝘀 𝗱𝗲 𝘀𝘂𝘀 𝗱𝗶𝘀𝗰𝛊́𝗽𝘂𝗹𝗼𝘀, 𝗶𝗻𝗰𝗹𝘂𝘆𝗲𝗻𝗱𝗼 𝗹𝗼𝘀 𝗽𝗶𝗲𝘀 𝗱𝗲𝗹 𝘁𝗿𝗮𝗶𝗱𝗼𝗿.

Estaba Jesús consciente? Absolutamente. Juan declara que Jesús “sabía quién le iba a entregar” (Juan 13:11). Aun así, Jesús se arrodilló. Vertió el agua. Tomó los pies de Judas en sus manos. Quitó el polvo del camino. Secó con la toalla cada rincón que pronto lo llevaría a traicionarlo. 𝗡𝘂𝗻𝗰𝗮 𝗵𝘂𝗯𝗼 𝘂𝗻 𝗮𝗰𝘁𝗼 𝗺𝗮𝘆𝗼𝗿 𝗱𝗲 𝗵𝘂𝗺𝗶𝗹𝗱𝗮𝗱, 𝘂𝗻 𝗮𝗺𝗼𝗿 𝗺𝗮́𝘀 𝗱𝗲𝘀𝗰𝗼𝗻𝗰𝗲𝗿𝘁𝗮𝗻𝘁𝗲, 𝘂𝗻𝗮 𝗹𝗲𝗰𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗺𝗮́𝘀 𝗮𝗹𝘁𝗮 𝗽𝗮𝗿𝗮 𝗲𝗹 𝗮𝗹𝗺𝗮 𝗵𝘂𝗺𝗮𝗻𝗮.

Y entonces Cristo pronunció estas palabras que deberían temblar en toda traición que vivamos:
“𝗟𝗲𝘀 𝗵𝗲 𝗱𝗮𝗱𝗼 𝗲𝗷𝗲𝗺𝗽𝗹𝗼, 𝗽𝗮𝗿𝗮 𝗾𝘂𝗲 𝗰𝗼𝗺𝗼 𝘆𝗼 𝗵𝗲 𝗵𝗲𝗰𝗵𝗼 𝗰𝗼𝗻 𝘂𝘀𝘁𝗲𝗱𝗲𝘀, 𝘃𝗼𝘀𝗼𝘁𝗿𝗼𝘀 𝘁𝗮𝗺𝗯𝗶𝗲́𝗻 𝗵𝗮𝗴𝗮́𝗶𝘀.” (𝗝𝘂𝗮𝗻 𝟭𝟯:𝟭𝟱)

¿Lavamos nosotros los pies de quienes nos hieren?
¿O solo lavamos los pies de quienes nos honran?
¿Oramos por nuestros agresores?
¿O solo oramos por su caída?

¿Nos alegraríamos si Judas se arrepintiera?
¿O celebraríamos si Judas cayera frente a nuestra “victoria”?

𝗟𝗮 𝗰𝘂𝗹𝘁𝘂𝗿𝗮 𝗱𝗲𝗹 𝗿𝗲𝗶𝗻𝗼 𝗻𝗼 𝗰𝗲𝗹𝗲𝗯𝗿𝗮 𝗹𝗮 𝗱𝗲𝘀𝘁𝗿𝘂𝗰𝗰𝗶𝗼́𝗻 𝗱𝗲𝗹 𝘁𝗿𝗮𝗶𝗱𝗼𝗿; 𝗰𝗲𝗹𝗲𝗯𝗿𝗮 𝗹𝗮 𝗽𝗼𝘀𝗶𝗯𝗶𝗹𝗶𝗱𝗮𝗱 𝗱𝗲 𝘀𝘂 𝘁𝗿𝗮𝗻𝘀𝗳𝗼𝗿𝗺𝗮𝗰𝗶𝗼́𝗻.

Y por eso Jesús concluye con un mandamiento que no es opcional, ni emocional, ni circunstancial. Es el sello de la identidad cristiana, la marca auténtica del discípulo, el distintivo que el mundo debe ver en nosotros:

“Un mandamiento nuevo os doy: Que os améis unos a otros; como yo os he amado, que también os améis unos a otros. En esto conocerán todos que sois mis discípulos, si tuviereis amor los unos con los otros.”
Juan 13:34–35

La pregunta que atraviesa este capítulo es simple pero penetrante:
¿Tenemos realmente a Cristo interiorizado en el alma cuando enfrentamos una traición?
Cuando Judas aparece en nuestra historia… ¿reflejamos la carne o reflejamos a Cristo?
¿Respondemos como heridos o como redimidos?
¿Actuamos como víctimas o como discípulos?
¿Usamos la traición para justificar nuestra dureza o para demostrar Su amor?

La traición no revelará quién fue Judas.
𝐋𝐚 𝐭𝐫𝐚𝐢𝐜𝐢𝐨́𝐧 𝐫𝐞𝐯𝐞𝐥𝐚𝐫𝐚́ 𝐪𝐮𝐢𝐞́𝐧 𝐞𝐫𝐞𝐬 𝐭𝐮́.

Jesús lloró en su espíritu al anunciar lo que Judas haría (Juan 13:21). No porque se sintiera derrotado, sino porque su amor era tan profundo que el corazón se le partió por la destrucción espiritual de aquel a quien llamó amigo.

Este es el Cristo que seguimos.
Este es el amor que nos transforma.
Este es el evangelio que desconcierta la lógica humana.
Este es el ejemplo que debemos imitar.

No un Cristo que aplasta a Judas.
Sino un Cristo que lo ama.
No un Cristo que lo cancela.
Sino un Cristo que lo invita.
No un Cristo que se protege del traidor.
Sino un Cristo que lo abraza mientras camina hacia la cruz.

Amada mujer. La próxima vez que llegue la traición a tu vida, no declares con orgullo: “Esto me impulsa a mi próximo nivel de gloria, este es un escalón más donde Judas tendrá que verme desde abajo.” Ese lenguaje puede sonar espiritual, pero no refleja el corazón del Maestro. Mejor di con humildad y verdad: “Esto que me ha acontecido revelará cuánto de Cristo hay en mí.” Porque la traición no mide tu destino, mide tu carácter; no revela tu plataforma, revela tu corazón; no expone cuán grande eres tú, sino cuán formado está Cristo dentro de ti. 𝗟𝗮 𝘃𝗲𝗿𝗱𝗮𝗱𝗲𝗿𝗮 𝘃𝗶𝗰𝘁𝗼𝗿𝗶𝗮 𝗻𝗼 𝗲𝘀 𝗾𝘂𝗲 𝗝𝘂𝗱𝗮𝘀 𝗼𝗯𝘀𝗲𝗿𝘃𝗲 𝘁𝘂 𝗮𝘀𝗰𝗲𝗻𝘀𝗼 𝗱𝗲𝘀𝗱𝗲 𝗲𝗹 𝘀𝘂𝗲𝗹𝗼, 𝘀𝗶𝗻𝗼 𝗾𝘂𝗲 𝘁𝘂́ 𝗰𝗮𝗺𝗶𝗻𝗲𝘀 𝗽𝗼𝗿 𝗲𝗹 𝗱𝗼𝗹𝗼𝗿 𝘀𝗶𝗻 𝗽𝗲𝗿𝗱𝗲𝗿 𝗲𝗹 𝗮𝗺𝗼𝗿, 𝗹𝗮 𝗺𝗮𝗻𝘀𝗲𝗱𝘂𝗺𝗯𝗿𝗲, 𝗲𝗹 𝗽𝗲𝗿𝗱𝗼́𝗻 𝘆 𝗹𝗮 𝗰𝗼𝗺𝗽𝗮𝘀𝗶𝗼́𝗻 𝗱𝗲𝗹 𝗦𝗮𝗹𝘃𝗮𝗱𝗼𝗿 𝗾𝘂𝗲 𝗹𝗮𝘃𝗼́ 𝗽𝗶𝗲𝘀 𝗲𝗻 𝗹𝗮 𝗻𝗼𝗰𝗵𝗲 𝗺𝗮́𝘀 𝗼𝘀𝗰𝘂𝗿𝗮.

Mujer Biblia y Café
@lorenacuevas

Previous
Previous

El equilibrio de la mujer de hoy: Trabajo, familia & iglesia.

Next
Next

La criada…